Estaciones
La relación de Pilar y Francisco era como las estaciones. Se conocieron en primavera, cuando tímidos rayos de sol iluminaron un camino que parecía verse más próspero si lo caminaban juntos. El amor floreció de a poco, no fue fugaz ni a primera vista, no fue un flechazo ni un remezón… comenzó suave como un zumbido apenas perceptible, que fue haciéndose más y más evidente a medida que los días se iban alargando.
Comenzó también por el estómago. Aunque Pilar diga que no, Francisco sabe que fueron esas tabletas de toffee crocante con almendras tostadas laminadas y chocolate, las que dieron paso a las miradas coquetas. Tantas veces se las regaló.
Formalizaron en verano y vivieron la época más sólida de su relación. Bajo el sol incansable de los días estivales armaron planes, caminaron descalzos y de la mano. Llegaron los hijos, no uno, sino cuatro, y aunque la primera etapa de crianza fue difícil para ambos, todavía dormían ligeros de ropa y con la ventana abierta, para paliar el calor de sus abrazos.
Los días comenzaron a ponerse más frescos… los problemas en el trabajo de Francisco, el cansancio extremo de Pilar dieron paso al otoño. Ya no mantenían abiertas las ventanas de la casa, Pilar las cerraba para que no entrara el frío, y así también se fue encerrando en sí misma. Ya no caminaban juntos, Francisco lo hacía más adelante, con la vista fija en el suelo, pisando las hojas secas. Pilar evitaba pisarlas, no le gustaba escuchar el resquebrajar de las cosas.
Francisco se escondía bajo capas de ropa gruesa. A veces se ponía los chalecos de lana que le tejía su mamá. Eso molestaba a Pilar, pensaba que su suegra no tenía por qué vestir a su marido, que para eso estaba ella. Pero si lo pensaba un poco más, se daba cuenta de que ya no le quedaban ganas de arroparlo.
Es triste el otoño, sobre todo cuando se alarga tantos años. Que no se diga que no intentaron salir de esa media estación, porque sí lo hicieron, un par de veces al menos. Una invitación a la playa donde por mucho que trataron no lograron que asomara el sol. Una cena a la luz de las velas que terminaron apagadas por ráfagas de viento norte.
Llegó el día en que ya no les quedaron ganas de hablar, y ahí, sin necesidad de decirlo y en medio de una ley del hielo, ambos se dieron cuenta de que había llegado su invierno. Ya no compartían más que unas miradas frías de vez en cuando. Se acabaron definitivamente las caminatas, ni con Francisco adelante como en otoño, simplemente, ya no caminaban. Y si tenían que hacerlo por obligación, caminaba cada uno por su lado, Francisco tapándose los ojos bajo todas sus capas de abrigo, Pilar cubriéndose los oídos ante el resquebrajar de su relación.
Fue un invierno crudo y extenso, de temperaturas muy frías, días oscuros y una que otra tormenta. Pero algo tiene el invierno que dan ganas de encender la chimenea, y comer cosas cálidas mirando el fuego. Y algo se encendió en Francisco que una vez que asomó la vista entre sus bufandas de lana, vio a Pilar acurrucada y pálida y le dieron ganas de abrigarla. Le prestó uno de sus chalecos, encendió la chimenea y le acercó una caja de tabletas de toffee crocante, sus favoritos desde hace ya tantos años. Fue entonces, cuando Francisco volvió a verla, que Pilar volvió a escucharlo y disfrutando los toffees junto al fuego se dieron cuenta que, después de tanto tiempo de cielos nublados, por fin un rayo de sol entraba a la casa por un espacio entre las cortinas. Se sentía. Lo sintieron. Venía un nuevo cambio de estación.