Victoria acaba de cumplir 80 años y vive sola en el departamento desde que enviudó de Juan. Su nieta Jacinta va todos los jueves a almorzar con ella.
Jacinta entró a estudiar odontología a una universidad que queda cerca del departamento, así que aprovecha las horas libres para ir a visitarla. Estar con ella es su refugio, sobre todo cuando tiene algún problema. Victoria la recibe con un abrazo cálido y el consuelo preciso para su dificultad.
Ese día de otoño, Jacinta tocó el timbre con la mano temblorosa y el pecho apretado. Bastó con que su abuela le abriera la puerta para que estallara en llanto y se lanzara a sus brazos.
–Mi Jaci,¿por qué lloras? –dijo Victoria abrazándola con fuerza.
–Abu… Matías terminó conmigo.
No fue necesario explicar más. Victoria estaba al tanto de la relación de Jacinta, sus altos, sus bajos y la agonía de este pololeo que hace meses se alargaba.
Pasaron a la sala y se sentaron acurrucadas en el sillón. La abuela interrumpió los sollozos de su nieta diciendo:
–Jaci, ¿te he contado sobre Carlos Fernández?
–¿Y ese? ¿Quién es? –Jacinta la miró pícara.
Victoria se puso de pie y mientras caminaba a la cocina dijo:
–Esto se conversa comiendo algo rico.
En menos de un minuto, la abuela llegó con una caja redonda entre las manos. Se sentó, sacó la tapa metálica y del interior de la caja surgió un aroma dulce. Jacinta vio dentro un montón de naranjitas confitadas, bañadas en chocolate bitter, enredadas unas con otras.
Abuela y nieta fueron sacándolas de a una, comiéndolas lentamente. La mezcla perfecta entre dulce, ácido y amargo trajo a la mente de Victoria recuerdos que creía haber olvidado, mientras que a Jacinta se le desaparecía de a poco el dolor en el pecho.
–Estas naranjitas son como de cuento –dijo la joven.
–Tal cual, y como un cuento es también lo que te voy a contar. Carlos Fernández fue mi primer amor. Tenía los ojos celestes y 21 años. Me iba a buscar al colegio en moto y yo me derretía al verlo.
–Ay, abu –rió Jacinta–. ¡Pero qué enamorada estabas!
–Yo sentía que era el amor de mi vida, pero claramente él no sentía lo mismo que yo. Un día salí del colegio y lo vi con otra niña arriba de la moto. Luego me enteré que sacaba a pasear a varias.
–¡Te engañaba, abu!
–Ahora me río, pero en ese entonces lloré días y noches completas.
A Jacinta le encantó oír a su abuela hablar de su pasado. Se sentó más derecha en el sillón y se dio cuenta de que junto con el dolor en el pecho, también se había esfumado el nudo en la garganta que le impedía respirar bien.
–¿Y el abuelo?
–El abuelo Juan apareció meses después. No tenía los ojos celestes, pero solo tenía ojos para mí. Tampoco tenía moto, pero me iba a buscar al colegio caminando y siempre me llevaba naranjitas.
–¿Cómo éstas? –preguntó Jacinta mientras agarraba una de la caja.
–Las mismas. Comerlas ahora despiertan todos mis recuerdos de la época.
La joven sonrió y abrazó a su abuela con fuerza. Victoria le devolvió el abrazo, le apartó el pelo de la cara, sacó la última naranjita que quedaba en la caja y se la pasó a su nieta.
–Es para ti. Ahora lo sientes todo más amargo, pero ya verás como cada día será un poco más dulce que el anterior. Matías es tu primer amor, pero no será el último.
Jacinta comió con la calma y tranquilidad que le daba saber que su abuela tenía razón, siempre la tenía. Victoria la observó y le agradeció en silencio la oportunidad de evocar momentos de su juventud. Cerró los ojos y sonrió, contenta de saber que sus recuerdos estaban tan a la mano, como una caja de naranjitas.