Parecía que sería otro día sin mucho que hacer. Desde que la habían despedido se sentaba frente al computador todas las mañanas con un café a las 8:00 am. Primero revisaba su correo electrónico, la prensa, luego sus redes sociales, para terminar con las páginas de bolsas de trabajo y reclutadores laborales. La hora de almuerzo también la pillaba frente a la pantalla. Generalmente comía algo rápido, como una ensalada o un pedazo de la pizza de la noche anterior.
La vibración de su celular interrumpió la rutina de Fernanda al medio día.
–¿Qué estás haciendo? –se escuchó al otro lado del teléfono.
–Lore, hola. Nada en verdad. Enviando currículums, revisando algunas ofertas de pega.
–¿Almorzamos?
–Me encantaría, necesito un respiro.
–Te paso a buscar en una hora.
Los 30 años de amistad que tenían la Feña y la Lore las hacía conocerse más que nadie en el mundo. Solo con el tono de voz podían adivinar el estado de ánimo y la necesidad de compañía de la otra.
Fueron a un restaurant que ya conocían. Era el favorito de la Feña, por sus ricos platos y buenos precios. Se sentaron en la mesa habitual y luego de mirar la carta, Fernanda se decidió por el sushi.
–Para mí nada crudo, por favor –le comentó la Lore al mozo.
Bastó eso para que su amiga supiera que esperaba su tercer hijo. Se dieron un gran abrazo y celebraron chocando sus vasos con limonada.
Como era costumbre, no pararon de conversar. La Lore contó primero sobre sus dos pequeños hijos y sobre cómo la había sorprendido este nuevo embarazo. Le habló sobre el cansancio que le generaba su rol de profesora de un primero básico, sus peleas por tener un horario más flexible. La Feña no tenía muchas novedades desde la última vez que se habían juntado: aún no conseguía un trabajo nuevo, sus ahorros comenzaban a agotarse y la presión de los gastos y deudas la desvelaban por las noches.
–No se hable más. Mira lo que traje para endulzar tu día –dijo la Lore una vez que el mozo retiró los platos. Sacó de la cartera una caja redonda de metal y la abrió lentamente.
Los florentinos que había en su interior iluminaron la cara de la Feña. Eran sus favoritos. La combinación de almendras caramelizadas con toques de naranja y una fina capa de chocolates leche, le hizo recordar los momentos más felices de su infancia.
–Son como de cuento –dijo al saborear uno.
–Y son como los que nos hacía tu mamá –contestó la Lore.
–Tú siempre sabes cómo subirme el ánimo, te lo agradezco tanto.
–Feña, no podría ser de otra manera.
Mientras comían los florentinos recordaron esos recreos en el colegio, entre risas y algo de nostalgia, cuando la Lore nunca llevaba colación y la Feña le compartía la mitad de las delicias que le preparaba su mamá. O todas esas tardes que la Lore pasaba en la casa de su amiga porque sus papás estaban muy ocupados para ir a buscarla al colegio. Mientras recordaban las veces en que la mamá de la Feña las había ayudado a estudiar para las pruebas, llegó el mozo con la cuenta a interrumpirlas. La tomó la Feña, pero la Lore se la quitó de las manos.
–Yo invito –dijo firme.
–Ay, Lore, no es necesario.
–Yo quiero invitarte.
–Está bien, hoy por mí, mañana por ti… o ¿cómo es el dicho? ¿Es así o al revés? –agregó la Feña riendo.
–Amiga, eso no aplica para nosotras. Hoy por ti, mañana por ti, pasado por ti, y todas las veces que sea necesario, por ti. Y sé que cuando llegue el minuto en que yo lo requiera, así lo harás tú también.
La Feña tomó el último sorbo de su limonada y asintió, sabiendo que tenía toda la razón. Así había sido siempre. Así es la verdadera amistad.